Es curioso que la literatura, que se inventó para que no nos olvidáramos de las cosas, esté curiosamente llensa de autores olvidados, cuyos nombres nos suenan menos que los de los componentes del equipo de waterpolo de Burkina Fasso. Y es pena porque parece que en esto de la literatura se ha impuesto también lo de "Los 40 Principales"; esto es: te repito mil veces la canción hasta que te parezca increíble, así que si no te suena es porque es mala. Así que si en El Guardián de Enero hablamos de escritores que buscaron a propósito ser olvidados, hoy catalogaremos aquellos que se merecían algo más que la pesada losa que el olvido dejó caer sobre ellos.
Empezando por el principio. En la antigüedad hay ya un olvido imperdonable: el de
Hesíodo, que menos mal que no alcanzó a ver cómo Homero se llevaba toda la fama y a él no le quedaban ni las migajas, que si no
Los Trabajos y los Días lo escribe su tía. Otro caso que se las trae es el del más grande de los poetas medievales,
Omar Khayyam, al que le tocó ser persa en un mundo cristianizándose a toda mecha, así que de sus increíbles
Robbayatt ni a dios (ni a alá) muy buenas.
En el cambio del S.XIX al XX hay tres olvidos casi delictivos: el primero el novelista y poeta suizo
Robert Walser, sin el que Kafka no sería nada, y que, después de escribir obras maestras como
El Ayudante o
Jakob Von Gunten, le dio tiempo de volverse loco y vivir ¡30 años sin hablar! en un manicomio de Herissau. Así que ni él estuvo para hablar en su favor. Otro que tal baila:
Knut Hamsun, que en Noruega debe ser Dios, pero ¿a quién le interesa un dios noruego? Antes de recibir el Premio Nobel escribió
Hambre, y después de recibirlo
Pan, pero ni la una ni la otra le dieron de comer, para que engañarnos. Aunque tal vez el caso más triste sea el del francés
Jules Renard, porque él sí buscó con ahinco una fama que le fue esquiva. Contemporáneo y maestro de Maupassant, Flaubert, Mallarmé o Toulouse-Lautrec, escribió un monumental
Diario en el que se queja a menudo de la penosa cárcel del desprecio y del olvido ("sé que todos los grandes hombres fueron ignorados en vida, pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría ser famoso inmediatamente", escribió).
Entre nosotros la verdad es que el catálogo de raros y olvidados es bastante copioso. Está el decadente
Alejandro Sawa, borrachuzo genial que se perforó el estómago cuando en realidad lo que pretendía era perforar las entrañas de la sociedad burguesa. O el boxeador anarquista
Andrés Carranque de Ríos, que pasó de estibador de barcos a estrella de cine mientras escribía
La vida difícil. O el espantoso gordo
Antonio de Hoyos, marqués de Vinent, modernista y dandy, frecuentador de chulos y torerillos de poca monta, y víctima incluso de palizas en oscuros callejones, que en
El pecado y la noche hizo la crónica de las crónicas sobre la nocturnidad y su alevosía. Y, para acabar, todo un maldito: el novelista sevillano
Alfonso Grosso, probablemente el mayor narrador español de su siglo y al que se negó el pan y la sal de la memoria por hacer descrito la cara oculta de todo el tinglado rociero en
Con flores a María. Dejó algunas obras maestras como
Florido Mayo o
Un cielo difícilmente azul que para él en verdad fue casi negro.
Y sin embargo hay autores a los que, como a Elektra, les sienta bien el luto y les pega ser mártires del olvido porque, como decía Oscar Wilde, hay que preferir siempre lo más trágico.
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