lunes, 28 de junio de 2010

El último viaje de don Quijote

De todos es sabido que Cervantes, que era desordenado y propenso a la vagancia, jamás hubiera terminado "la más alta historia que vieron los siglos" si un tal Avellaneda, un escritor mañoso pero oportunista y con algo de mala uva, no hubiera plagiado su primer Quijote. En realidad, el Quijote de Avellaneda, una de las obras más desconocidas de la literatura española, no es una mala novela. De hecho está llena de trucos y efectismos "de novela", diseñados para cautivar al público. Con personajes situados entre Dos tontos muy tontos y Torrente, misión en Marbella, hoy hubiera arrasado en taquilla, convirtiéndose en un best-seller de éxito. En nuestra época superficial donde tanto se prestigia la incultura y la brocha gruesa, Avellaneda hubiera sido un ídolo mediático. Y, sin embargo, en su época, todo el mundo entendió que el defecto de la obra era precisamente ese: que no era más que una novela. En el S. XVII nadie confundió el ruido con la música, y Avellaneda fracasó, aunque espoleó, de rebote, al avejentado Cervantes a rematar su obra maestra.
Vladimir Nabokov imaginó lo hermoso que hubiera sido que Cervantes hubiera puesto a pelear en la ficción, y por los áridos campos de Montiel, a su Quijote con el de Avellaneda, pero Cervantes prefirió algo mejor: dar una lección de vida. Así humilló del todo a Avellaneda, componiendo una novela que era más que una novela, una obra en la que los personajes se salen contínuamente del libro, como si las páginas fueran demasiado estrechas para contenerlos. De manera que el Ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, compuesto en 1615 por un Cervantes que tenía ya el pie en el estribo de la muerte, es en el fondo una radiografía bien negra del mundo que nos ampara: cruel, gris y desagradecido, donde con frecuencia la brillantez es manchada por el rencor, y donde se persigue con saña al que es distinto hasta ponerle el prefabricado traje que viste todo el mundo. Y así, don Quijote, ese héroe infatigable que luchaba a su manera por mejorar el mundo, se ve invadido por la decepción, por ese estarse entregando de lleno una sociedad que no lo comprende. De manera que Cervantes, pulverizando a Avellaneda, hablaba no sólo para los hombres y mujeres de 1615 sino también para los de 2015 y 2515. Inventaba el Romanticismo, pero también la Vanguardia. No había escrito una novela: había metido el mundo en ella; todas las desgracias que el propio Cervantes tuvo que soportar como tullido héroe de guerra al que nadie reconocía sus méritos, pero también los que como él habrían de venir al mundo entre la incomprensión y el desprecio de una sociedad chata y gris, sin ambiciones ni espíritu, que premia la estupidez y condena la inteligencia. En definitiva, prefirió la verdad que nadie quiere oir a la ficción inocua que gusta a las masas.
No obstante, mientras el Quijote que imaginó Avellaneda sigue vivo al final del libro, repartiendo estupidez por los campos castellanos, el Quijote de Cervantes, el auténtico, realiza su último viaje, y muere. En su cama. Sin violentos lances en el campo de batalla. De pena, tal vez. Era demasiado bueno para este mundo. Pero, qué grande Cervantes: al concederle esa victoria pírrica al Quijote de Avellaneda, dotaba de más verdad aún al suyo, de una verdad casi insoportable. Lo sacaba del libro para ponerlo en la tierra para siempre.
Ah, y otra cosa, aunque don Quijote muriera fracasado intentando construir un mundo más habitable, ahí estaba ya Sancho, incapaz de renunciar a esos ideales, con la lección del entusiasmo bien aprendida, y dispuesto a sucederlo.

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